viernes, 24 de agosto de 2012

Muynak y el desastre del Mar de Aral

Una de las razones por las que elegimos este viaje a Uzbeksitán fue porque en él se incluía la terrible visita a la ciudad "casi" fantasma de Muynak, donde otrora estuvo una concurrida playa del Mar de Aral. Hoy no hay más que desolación, además de un calor sofocante. Paisaje terrible y remoto. POR FRANCISCO GARCÍA JURADO HLGE
Habíamos aterrizado a mediodía en la remotísima ciudad de Nukus, procedentes de la capital de Uzbekistán, la todavía muy soviéticaTaskent. Debido a un retraso en el vuelo, nuestro guía decidió que marcháramos directamente hasta el que era nuestro objetivo de visita ese día, el pueblo de Muynak, donde estaba la playa seca y abandonada de lo que un día fue el Mar de Aral. Este tipo de viajes no suele ser comprendido a menudo por nuestros conocidos.


Nos preguntan que qué se nos ha perdido allí, tan lejos y en lugares donde hace tanto calor. Nukus no es una ciudad turística, ni tampoco acuden muchos turistas a visitar el desastre ecológico del Mar de Aral. Las rutas más comunes por Uzbekistán giran en torno a Bujara y Samarkanda, los lugares bonitos, y hasta nuestro guía nos llevaba un poco a regañadientes a ese enclave inhóspito llamado Muynak. Tras unas horas de camino, no siempre fácil, y una vez hubimos comido en el único bar de carretera que hay en la zona, entre camioneros (yo probé por primera vez el "plof", o el plato típico uzbeco de arroz y cordero), continuamos la marcha hasta el lugar de nuestra visita. Atravesamos Muynak, que no es más que una calle, no tan desértica como la esperaba, y donde todavía pueden verse dos cementerios rusos, testimonio de otra época más próspera donde el mar era una fuente de riqueza. Los soviéticos decidieron hace unas décadas aprovechar el cauce de los dos ríos que convergían en el Mar de Aral, uno de ellos el mítico Amu Daria, para el cultivo intensivo de algodón. Poco a poco el mar fue empequeñeciéndose, pues la única aportación que ahora hacían los ríos era la de un agua mucho menor en cantidad y plagada de pesticidas. Tras recorrer la calle principal (y creo que única) del pueblo, llegamos al fin, y a unas horas donde el sol estaba todavía muy alto, hasta una suerte de monumento que, por cierto, en Google Earth aparece como recuerdo de los combatientes de la segunda guerra mundial. En realidad, el monumento rememora actualmente el desastre del Mar de Aral, que ahora no es más, al menos en esta parte sur uzbeka, que un inmenso desierto perdido en el horizonte. Unos barcos oxidados y desvenzijados, varados sobre la cruel y cálida arena, constituyen el único referente marino del lugar. Si nos fijamos un poco, al descender por una escalera que nos acera hasta ellos, podemos encontrar pequeñas conchas blancas. Debe de haber miles de estas conchas, y me recordaron los fósiles que hoy día aparecen en lugares que están alejados a cientos de kilómetros del mar. Nuestra actitud al llegar allí no fue la propia de los turistas. La verdad es que nos dejó un tanto boquiabiertos. Posiblemente, el sol implacable que caía sobre nuestras cabezas contribuyó a sentir todavía con mayor intensidad este desastre. Estuvimos un rato, el que nos permitió el calor, paseando por un lugar que era, antes de nada, simbólico. Al regresar de nuevo hacia Muynak, volví a ver una suerte de cine o teatro de la época comunista que estaba a la salida del pueblo. El guía nos explicó que allí se emitían bastantes películas los domingos. Entiendo que serían películas cargadas de mensajes ideológicos propios de la época. Lo que pensé entonces fue en cómo sería una larga y espesa tarde de domingo en aquel lugar, en aquella suerte de cine desolado y soviético, donde posiblemente la desolación se había materializado al cabo de los años en un mar perdido. Pensé en cuántas vidas hay sin esperanza, sin alegría, sin belleza, como la playa sin mar que acabábamos de visitar. Sin embargo hubo una inesperada nota de color en aquella salida del pueblo de Muynak. Cuatro jóvenes turistas esperaban el autobús en una de esas paradas donde podían pasar las horas sin que nadie apareciera. Decidimos que había que recogerlos como acto humanitario del día. Eran franceses, dos chicas y dos chicos, e iban también de regreso hasta Nukus. Asimismo, nuestro autobús les dejó en el mismo hotel al que íbamos nosotros, lo que no es mucha casualidad, dada la escasa capacidad hotelera de Nukus.
Me encantó compartir con estos chicos tan jóvenes aquel viaje desértico y después la estancia en el mismo hotel. El hotel en cuestión intentaba recrear algo así como un lugar con encanto, aunque a mí me recordaba más a esas casas de pueblo donde nos toca dormir en una destartalada cama de los abuelos. Volví a verlos a la noche, en el patio del hotel, tomando cerveza, e imaginé cómo sería su mítico relato, ya en Francia, cuando contaran su hazaña viajera por estas tierras desoladas. Cuando yo era joven sentía mucha envidia ante personas así, tan resueltas a buscarse la vida. Creo que lo que más me agradó fue pensar que en algún lugar de esa historia viajera habitaríamos María José y yo, junto al resto de nuestros compañeros de viaje. FRANCISCO GARCÍA JURADO

jueves, 23 de agosto de 2012

Ghettos universitarios: juego de abalorios

El tiempo tranquilo de verano me lleva a pensar en cosas ociosas, acaso demasiado ociosas. Como persona desubicada que soy, en general, le doy muchas vueltas a asuntos tales como "¿por qué hago lo que hago?" o "¿por qué estoy donde estoy?", preguntas de las que no queda excluida, naturalmente, mi labor de profesor universitario. Creo, sin embargo, que una de las cosas que más ha definido mi trayectoria es intentar huir de los ghettos universitarios, cualquiera que éstos pudieran ser. POR FRANCISCO GARCÍA JURADO
Hay una novela conmovedora de Herman Hesse, titulada "El juego de los abalorios", donde se nos habla de una suerte de orden imaginaria, llamada Castalia, y situada en el remoto año de 2400. Esta orden practica un juego complejo que tiene como objeto toda la cultura y el saber acumulados durante siglos. El protagonista de la obra es el "magister ludi" Josef Knecht, maestro espiritual de esta orden, que, sin embargo, comienza a albergar ciertas dudas razonables acerca del sentido último de este juego, o de sus consecuencias. Resulta que el juego en cuestión ha terminado convirtiendo a menudo el saber en un mero galimatías, al dar lugar a trabajos de una especialización abusiva. Estos son algunos ejemplos de lo que decimos:

“(...) o el casi milagroso Chattus Calvensis II, que en cuatro voluminosos infolios manuscritos dejó una obra sobre La pronunciación del latín en las Universidades del sur de Italia hacia fines del siglo XII. La obra había sido ideada como primera parte de una Historia de la pronunciación del latín desde el siglo duodécimo hasta el décimosexto, mas a pesar de los mil folios manuscritos no pasó de fragmento, pues nadie más la continuó. Es lógico que se prodigaran las bromas acerca de trabajos meramente doctos de tal linaje: las multitudes no pueden hacer cálculos sobre su valor verdadero con relación al futuro de la ciencia.” (H. Hesse, El juego de los abalorios, Madrid, Alianza, 1989, pp. 62-63)

Este tipo de trabajos recuerda a menudo los temas de nuestras tesis doctorales, a menudo incomprensibles o incluso inexplicables para aquellos que no pertenecen al juego académico. El maestro Knecht tendrá una revelación tan lúcida como inquietante cuando se vuelva consciente, ayudado por la ciencia histórica, de que esta orden castalia no podrá seguir siendo tan inmutable y eterna como ha hecho ver a sus propios seguidores. El tema de la novela de Hesse es, pues, la duda razonable sobre el fin último de nuestros saberes.
A leerla, la novela de Hesse me provocó sensaciones contrarias. Para empezar hizo que me viera a mí mismo escribiendo mi propia tesis y luego adentrándome en "sociedades" casi secretas de universitarios que se reunían cada cierto tiempo para discutir sus resultados científicos. Como los temas de interés eran tan reducidos, las sociedades también eran muy limitadas, pero lo más curioso es que dentro de ellas se tenía una plácida sensación de totalidad. Con esto quiero decir que, pongamos por caso, si hay nueve especialistas en una materia dada, estos nueve especialistas constituyen una suerte de planeta propio y autosuficiente, y que hacer llegar un resultado de investigación a esas nueve personas equivale a dárselo a conocer a la humanidad entera. Es más fácil moverse en estos pequeños mundos que andar constantemente desubicado y pensando en el porqué de las cosas. Pero, como dice Heráclito, nuestro carácter es nuestro destino. No podemos evitarlo. FRANCISCO GARCÍA JURADO