sábado, 26 de marzo de 2011

ANATOMÍA DE LA TRISTEZA

Ya alguien habrá intuido que bajo este título hay truco, pues cierto autor inglés apellidado Burton escribió una "Anatomía de la melancolía". Pero la tristeza es otra cosa y, como dice Tolstoy al comiento de "Ana Karenina", sus variedades son mucho más ricas que las de la felicidad. Hoy recuerdo las tristezas que nos narra Proust en su primer tomo de "A la busca del tiempo perdido": el niño que desea el beso de su madre por la noche y el desamparo de Swam ante el desamor de Odette. La iglesia parisina de la Madeleine, en la fotografía, fue testigo mudo de estos pequeños dramas. Por Francisco García Jurado HLGE
Las variedades de la tristeza son, en realidad, vivencias inevitables que vamos sintiendo a lo largo de nuestra vida desde la infancia a la vejez. El niño que Marcel Proust nos describe en el primer tomo de su magna obra siente el deseo frustrado del beso de su madre al acostarse, el beso que el padre proscribe como algo superfluo. La oscuridad se vuelve eterna, los silencios cobran entidad, y la tristeza trae una percepción diferente de las cosas, que en realidad se vuelven símbolos y dejan de ser cosas. Hace años escribí un poema triste que comenzaba diciendo "Cómo me duelen los objetos al mirarlos...", y ese dolor me ha visitado más de una vez. Cuando somos felices las cosas recobran su existencia material, el mundo se vuelve perfecto, como diría Jorge Guillén, pero la percepción disminuye al tiempo que el dolor se vuelve invisible. Swan, en buena medida alter ego de Proust, siente el dolor del desprecio que por él siente la mujer que él desea (¿ama?), y en ese desprecio acabará surgiendo una suerte de dolorosa forma de vida. La lección de Proust es clara: entre el dolor del pobre niño que se ve privado del beso de su madre al acostarse y el dolor de Swan hay una simetría trágica: ser esclavos del dolor, incapaces de trascender a su circunstancia, saber que no podemos hacer apenas nada contra los deseos, y mucho menos cuando éstos se ven frustrados. O quizá sí podamos hacer algo: leer. FRANCISCO GARCÍA JURADO

miércoles, 23 de marzo de 2011

ROMANTICISMO Y LATINIDAD: ARMANDO PALACIO VALDÉS

Amigo y compañero de estudios de «Clarín», con quien precisamente partió de Oviedo a Madrid en 1870, Armando Palacio Valdés nos muestra en su novela autobiográfica titulada La novela de un novelista. Escenas de infancia y adolescencia un extenso y singular retrato de su profesor de latín. La novela, además de autobiográfica, tiene mucho de "novela de formación". Ilustramos este retrato literario con la imagen de otro profesor, Lázaro Bardón, que, entre otros, enseñó griego a Miguel de Unamuno. POR FRANCISCO GARCÍA JURADO HLGE
Leamos el texto donde aparece el excelente retrato del catedrático:

"Hay hombres que harían bien en no morirse nunca: uno de ellos es mi catedrático de Retórica y Poética y ampliación de Latín en el tercer curso de bachillerato. Harían bien en no morirse, porque son la alegría del género humano, que tanta necesidad detiene de ella para soportar sus miserias.
Nuestro profesor infundía regocijo en el alma así que abría la boca, y lo mismo cuando la tenía cerrada. Era hombre ya entrado en años, de baja estatura, y gastaba, a la usanza de los tiempos juveniles, unas patillas negras que partían de la base de la nariz y llegaban hasta las orejas (...)
Mi catedrático tenía la cabeza clásica y el corazón romántico. Por su profesión y por su estudio de la antigüedad pagana admiraba a los héroes griegos y romanos, y estimaba a sus poetas, en especial a Tibulo y Virgilio (...)
Nos leía con entusiasmo la descripción que Virgilio hace de Venus en la Eneida y el Carmen Saeculare, de Horacio; pero sólo le he visto llorar con el Poema a María, de Zorrilla:

«Voy a contaros la divina historia
de una mujer a quien el alma mía», etc.

Entonces las lágrimas resbalaban por sus mejillas, entraban dentro de sus patillas y arrastraban algunos sedimentos.
Había sido catedrático de griego, pero ya no lo era. Un ministro desatentado lo había suprimido, poco tiempo hacía, de la segunda enseñanza. Fue el más áspero disgusto de su vida; fue una puñalada traidora a la espalda (...)
Había nacido orador, y con frecuencia usaba de esta facultad para dirigirnos vivos y largos reproches cuando confundíamos un pretérito con un supino. Eran tan largos, que a veces llenaban ellos solos la hora entera de clase. Pero en sus oraciones más patéticas no imitaba a Cicerón ni a Demóstenes; adoptaba más bien los acentos poéticos y quejumbrosos de los héroes de Chateubriand y su escuela (...)
Pero si tenía los defectos de la escuela romántica, poseía igualmente sus virtudes. Era casto como un caballero de la Tabla Redonda. A pesar de haberse relacionado toda su vida con las deidades del paganismo, que, como todo el mundo sabe, andan completamente desnudas, no se había contagiado de su impudicia. El lenguaje más o menos libertino de algunos poetas romanos le ofendía. Recuerdo que traduciendo un día la Elegía tercera de Ovidio, o sea el famoso triste, que comienza:

Cum subit illius tristissima noctis imago

me dio una inolvidable lección de honestidad. Habíamos llegado al pasaje en que el poeta describe los instantes de su partida para el destierro. Tres veces había pisado el umbral de su casa y tres veces había vuelto sobre sus pasos para abrazar y besar a su esposa:

saepe, 'vale' dicto rursus sum multa locutus,
et quasi discedens oscula summa dedi.

Yo traduje: «Varias veces, después del último adiós, volví a reanudar nuestra conversación y, como si me marchase, le di muchísimos besos».
-¡Oh, no, hijo mío!, no; se traduce así: «Me volví... y, como si me marchase, le di el ósculo de paz».
No cabe duda que mi traducción era más literal; pero la de él era más casta. Aunque según todas las leyes divinas y humanas me parece que estamos autorizados para dar los besos que queramos a nuestras esposas cuando vamos a emprender un largo viaje" (Armando Palacio Valdés, La novela de un novelista. Escenas de infancia y adolescencia, Buenos Aires, Espasa-Calpe, 1949 cuarta edición, pp.213-215)
FRANCISCO GARCÍA JURADO